El
tiempo ha ayudado a matizar protagonismos sin base histórica creados por
intereses de la posguerra, y ahora,
cuando empieza a apagarse el eco de «los cañones de agosto», de los actos por
el centenario de la Gran Guerra, iniciamos con el mes de septiembre otro
aniversario, el setenta y cinco de lo que se considera el comienzo de la más
evidente consecuencia de la anterior conflagración, segunda parte de una contienda
que, en realidad, se extendió entre 1914 y 1989, entre Sarajevo y la caída del
Muro de Berlín, tiñendo de horror al siglo XX. Una centuria cuya primera parte
conoció las más terribles carnicerías, con cifras impensables hasta entonces de
destrucción y muerte. Y una segunda bajo el miedo a una guerra planetaria que
acabara con todo y con todos en un holocausto nuclear. En el gozne entre esas
dos partes, en el epicentro de la larga contienda del siglo XX, la Segunda
Guerra Mundial superó con creces a su antecesora y abrió las puertas a la
Guerra Fría y el terror atómico.
Fascinación.
Por su dimensión, por su extensión, por el número de países implicados, por el
total de víctimas… por todas y cada una de sus magnitudes no ha habido jamás
una contienda igual. Quizá sea ése el motivo de la fascinación que ejerce aún
sobre una sociedad ávida de conocer más y mejor los pormenores y circunstancias
de toda aquella época. Fascinación que parece trasladarse de una generación a
otra: setenta y cinco años después, cuando sus últimos protagonistas nos
abandonan ya, la Segunda Guerra Mundial sigue acaparando títulos de ensayos,
novelas o biografías. Cientos de libros se publican aún en todo el mundo sobre
el tema. Un tema que es recurrente en las pantallas de nuestros cines y en
series televisivas, de ficción o documentales, por no citar los numerosos foros
de internet, donde los más jóvenes rugen en un permanente combate dialéctico
sobre todo tipo de cuestiones acerca de esta guerra.
Pero
el paso del tiempo matiza las verdades asumidas entonces como irrefutables,
evidencia las versiones destinadas más a oscurecer que aclarar, pone en
entredicho las interpretaciones más pendientes de condenar que de entender. Equilibra
protagonismos tergiversados en aras más a intereses de la posguerra, que a
realidades de la propia guerra. No sé si a estas alturas estaremos más cerca de
la verdad (¿cuál es la verdad?). Pero es evidente que hay otra forma de
explicar esa guerra, otra manera de contarla, otro modo de encarar los
acontecimientos. Posiblemente descubramos entonces nuevas dudas donde siempre
habíamos creído tener certezas.
Guerra
en Asia El
inicio. Lo primero que deberíamos poner en entredicho es esta propia fecha. El
1 de septiembre de 1939 comenzó la guerra en Europa, pero hacía ya más de dos
años que se combatía encarnizadamente en Asia. Desde 1937 Japón y China se
enfrentaban en una contienda que sólo en Nankín había provocado más de 100.000
muertes. En ese momento ya estaban delimitados los dos bandos en que el mundo
fue quedando dividido conforme avanzaba la Segunda Guerra Mundial. Y su
influencia en el desarrollo de ésta resultó decisiva. La presencia japonesa en
la zona llevó a un enfrentamiento armado con la Unión Soviética: Khalkin Gol,
una guerra corta pero cruenta, se resolvió justo a tiempo para que el Ejército
Rojo pudiera enviar sus unidades a invadir Polonia y cumplir así su acuerdo con
Alemania. Por su parte, Tokio, tomando buena nota de su humillante derrota, se
abstuvo de apoyar a Hitler cuando éste lanzó sus <<panzer>> contra
la URSS. Ello permitió a Stalin utilizar sus divisiones siberianas para
defender Moscú, lo que supuso el primer frenazo de la Wehrmacht en el Este. La
guerra en China sería también causa de que Washington cortara el suministro de
materias primas a Japón, entre ellas el vital petróleo, y su consecuencia fue
el ataque japonés a Pearl Harbor y la participación directa de los Estados
Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Una guerra que, evidentemente, comenzó en
Asia. Y en Asia terminaría nueve años más tarde.
Polonia.
Otra cuestión a revisar es la relativa a Polonia. Los manuales sostienen que
Londres y París declararon la guerra al Reich en defensa de la integridad
territorial polaca. Sin embargo, aparte de exigirle firmeza y prometerle apoyo,
los aliados poco más hicieron por Polonia que atrincherar sus fuerzas tras la
Línea Maginot, mientras los polacos esperaban en vano una supuesta ofensiva
franco-británica que aliviara su situación. Tal ofensiva nunca llegó a
producirse, porque Polonia no era causa, sino pretexto para la ruptura de
hostilidades. El Reino Unido y Francia lo que buscaban era frenar a Hitler tras
sus repetidos incumplimientos y el abandono de todas las obligaciones impuestas
a Berlín por el Tratado de Versalles. Si realmente Polonia fuera el motivo de
su preocupación, habrían extendido a Moscú su declaración de guerra cuando dos
semanas más tarde el Ejército Rojo invadió el país por el Este para completar
lo que la Wehrmacht estaba llevando a cabo por el Oeste.
Terminada
la contienda, cuyo inicio se legitimaba por la defensa de Polonia, de la
integridad territorial polaca, no hubo inconveniente en la amputación de casi
un tercio del país (compensada, solo en parte, con la anexión de territorios
alemanes) y la subordinación de Varsovia a una dictadura extranjera.
Vichy.
En 1940, tras la derrota de Francia, llegó el Armisticio y el establecimiento
del régimen de Vichy. Una cuestión sobre la que se podría debatir extensamente,
en especial sobre el auténtico papel jugado por la Resistencia a lo largo de
sus cuatro años (y no sólo en los últimos meses, cuando ya era evidente la
derrota alemana). O sobre la patética figura de Pétain, que de encarnar la
firmeza del pueblo francés frente a los alemanes, por su defensa de Verdún en
1916, pasó a simbolizar el entreguismo y la colaboración con el enemigo. No
debió ser sólo él, ya que tras la Liberación, Francia vivió una feroz represión
que alcanzó a decenas de miles de personas y obligó a que tanto Estados Unidos
como al Reino Unido exigieran a De Gaulle que parara tamaña persecución. Cerca
de 80.000 franceses fueron encarcelados y no menos de 10.000 ejecutados. Otros miles
más serían depurados de sus puestos de trabajo, cargos u honores, depuración
que se extendió incluso a los fallecidos previamente.
El
Blitz. Vencida Francia, el objetivo de Alemania era llegar a un acuerdo de paz
con Londres y al no lograrlo lanzó su ofensiva aérea para reducir la voluntad
de resistencia de los británicos, el Blitz. Una campaña de bombardeo
sistemático, primero contra bases aéreas y objetivos militares y posteriormente
contra las ciudades y la población civil. Nadie duda de que aquel fuera un
momento clave de la contienda. El Reino Unido era ya el único oponente que se
resistía a los nazis y su derrota hubiera significado el fin de la guerra y la
consolidación de todas las conquistas germanas. La definitiva victoria de
Hitler. Sin embargo, los cazas británicos pudieron mantener a raya a la
Luftwaffe a lo largo de casi una decena de meses, hasta que Göring se dio por
vencido y suspendió los ataques. «Nunca tantos debieron tanto a tan pocos»
sentenciaría Churchill como tributo a los pilotos en una de sus frases tan
brillantes como rotundas, pero pudo haber especificado algo más, pues una gran
parte de esos «pocos», aunque tripularan aviones británicos que llevaban la
escarapela de la RAF en sus alas y fuselaje, procedían de otros muchos y
distantes países.
En
la batalla de Francia, el Reino Unido había perdido no menos de 300 aparatos y,
lo que es peor, a sus pilotos. Aunque las fábricas trabajaban a tope para
reponer los aviones perdidos, compensar las pérdidas humanas era mucho más
difícil, máxime si se tiene en cuenta que los primeros ataques de la aviación
alemana se centraron en las bases aéreas. Serían entonces aviadores polacos,
franceses y checos expatriados quienes tomaran los mandos de un buen número de
aviones para defender el Reino Unido, junto a canadienses y voluntarios
estadounidenses, que anticiparon por su cuenta la intervención de su país en la
guerra.
Monty.
El ventajismo de Mussolini abrió nuevos frentes de batalla y extendió la guerra
a diversos escenarios y países, obligando a Alemania a dispersar sus fuerzas.
África del Norte, el desierto, sería el marco del más emblemático de esos
enfrentamientos. Allí los italianos, con la ayuda de un par de divisiones alemanas,
pudieron mantener una guerra singular en la que uno y otro contendiente
avanzaba o retrocedía alternativamente miles de kilómetros. Rommel sería el
héroe de esa campaña. Pero el vencedor resultó ser Montgomery, siguiendo el
plan de su antecesor Auchinleck. Un plan tan sencillo como el de no desatar la
ofensiva hasta no tener una abrumadora superioridad sobre el enemigo, tanto en
hombres como en material. Con tal superioridad venció en El Alamein. Pero si
los germano-italianos pudieren ser desalojados del norte de África se debió más
a las fuerzas desembarcadas en el otro extremo del continente, en Marruecos y
Argelia, que a su labor de estratega.
Mitificado
(sobre todo por él mismo) Montgomery no tuvo demasiados éxitos posteriores.
Ralentizadas sus tropas en Sicilia, vería con rabia como Patton le adelantaba
en su carrera por llegar a Messina, el objetivo final de la campaña. En
Normandía quedó atascado en Caen durante semanas, hasta que los americanos, que
ya para entonces estaban a las puertas de París, vinieron en su auxilio (otra
vez Patton). En Amberes, vital para el abastecimiento de los aliados, el puerto
no pudo quedar operativo por la lentitud de las operaciones en las islas
adyacentes. Por fin, la que debía de ser su actuación estrella, Market Garden,
cruzar el Rin y entrar en Alemania, en el Ruhr, desde el norte de Holanda, fue
uno de los más sonados fracasos de toda la guerra. Hoy, sin embargo, Monty
sigue siendo uno de los grandes mitos de la contienda. Fue un general que cumplió su misión, pero no un buen general. Quizá porque todos los países necesitan tener su propio héroe en cada guerra.
Pearl
Harbor. El ataque a los buques americanos en las Hawái es otro de los mitos
recurrentes. Aparte de las diferentes interpretaciones, incluso de mandos de la
US Navy, sobre la «colaboración» de Washington a esa agresión de los japoneses
que permitió a Roosevelt oficializar una guerra en la que, de hecho, ya estaba
participando, la operación en sí, por muy alevosa que fuera, no constituyó un
caso singular en esta contienda. Antes que Pearl Harbor, sin previo aviso ni
declaración de guerra, fueron bombardeadas e invadidas Polonia, Dinamarca,
Noruega, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Yugoslavia o la URSS, con la diferencia
de que los norteamericanos fueron atacados en una base naval, sufriendo menos
de un centenar de muertes entre los civiles, aunque si muchas bajas militares, mientras en Varsovia, Rotterdam o
Belgrado las víctimas se contaron por decenas de miles. Alevoso sí, como tantos
otros, pero no tan singular como se nos presenta tan magnificado ataque,
singularizando su fecha como «Día de la Infamia» en una guerra llena de tantas
infamias.
Barbarroja.
La decisión de Hitler de invadir la URSS, además de resultar un error
histórico, se basó en la falsa premisa de que los soviéticos preparaban la
guerra contra el Reich. Por el contrario, el cumplimiento por parte de Moscú de
los acuerdos sellados entre Molotov y Ribbentrop en el verano de 1939, fue
total. Tanto que las potencias occidentales, y sobre todo la opinión pública,
consideraban a Stalin el aliado más firme de Hitler. Sólo hace falta ver las
caricaturas en la prensa de la época. Y un dato más, la Luftwaffe se había
organizado y preparado en tierras rusas en una base cedida por el Kremlin, a
causa de las restricciones que imponía a Alemania el Tratado de Versalles.
Incluso, durante la Talvisota, la guerra de invierno entre la URSS y Finlandia,
franceses y británicos consideraron mandar un cuerpo expedicionario a combatir
contra el Ejército Rojo. Si la intervención, que hubiera sumado definitivamente
a la URSS con las fuerzas del Eje, no llegó a consumarse se debió sólo a que la
contienda se remató antes de que las tropas aliadas estuvieran listas para su
embarque. Stalin confiaba en Hitler tanto como Hitler desconfiaba de Stalin.
Por eso desoyó los múltiples avisos en los que se le anunciaba la fecha exacta
del ataque. Aún minutos antes de que la maquinaria militar germana pusiera en
marcha la invasión, un tren cruzaba la frontera con suministros de guerra
soviéticos para Alemania.
El
día D. El desembarco de Normandía es sin duda otra de las acciones claves de la
guerra. La mayor operación de desembarco llevada a cabo en la historia que,
aunque no logró los objetivos inicialmente previstos, resultó un éxito
incuestionable. Lo que se puede cuestionar, sin embargo, es en qué medida
decidió la contienda. Porque a Berlín se llegó desde el este. Mientras en las
playas de Normandía desembarcaban varios cientos de miles de hombres, el
Ejército Rojo movilizaba cerca de seis millones de soldados en una serie de
ofensivas que abarcaban desde el Báltico al Mar Negro, que culminaron con la
Operación Bagration, haciendo que Rumanía, Finlandia y Bulgaria cambiaran de
bando y obligando a las tropas germanas a evacuar Serbia, Grecia y Albania, así
como a intervenir en Hungría y Eslovaquia para que esos países no se desligaran
también de Alemania. La Operación Overlord, nombre en clave del desembarco, ni
tan siquiera forzó a la Wehrmacht a desplazar una sola división desde el Frente
del Este al Oeste. Sin embargo, en otro aspecto, la llegada de las fuerzas
anglo-americanas a la Europa Occidental resultó a la larga decisiva, porque sin
su presencia, los carros soviéticos no se hubieran detenido en Berlín en la
primavera de 1945 y toda Europa hubiera quedado sometida a los dictados de
Moscú.
La
bomba. Japón estaba derrotado. Y lo sabía. A través de intermediarios pretendía
negociar la paz. Su única exigencia era que se respetase al Emperador. Pero los
aliados no se avinieron a ninguna condición. A pesar de todo ello, el fin de la
guerra parecía inminente y las divisiones en el gabinete de Tokio presagiaban
un rápido desenlace. La URSS, única potencia que no estaba en guerra con Japón,
pero que se preparaba para hacerlo en cuanto hubiera trasladado el grueso de
sus fuerzas a Asia, era la más reticente, porque no quería dejar escapar el botín
que ansiaba: Vladivostok, Sajalín y las Kuriles, que le permitirían un acceso
directo al Pacífico. En esas circunstancias, el presidente Truman, que al
contrario de Roosevelt mantenía una mala impresión de Stalin y pocas simpatías
por los soviéticos, ordenó lanzar la bomba atómica. Con ello aceleraría la ya
inevitable decisión japonesa, pero, sobre todo, mandaba el mensaje a Moscú de
que los Estados Unidos no sólo tenían la bomba, sino que no dudaban en usarla.
Clara advertencia para el mundo que se iniciaba en la posguerra. Nacía la Era
Atómica y ya se vislumbraba la Guerra Fría.
*ABC